Es muy difícil establecer una fecha, ni tan siquiera aproximada, para el nacimiento de la polifonía, pero el monje franco-flamenco Hucbaldo (840-930) ya trataba en su libro De Institutione Harmonica, de la armonía a consonancia que producían dos notas de distinta altura, sonando simultáneamente.
Parece ser que, en pleno siglo IX, era muy corriente adornar algunas partes del canto llano con diversas florituras vocales, entonando notas de diferente altura sin sobrepasar el intervalo de tercera de la nota principal. La iglesia comenzó a permitir el uso de estas añadiduras, llamadas glosas o discantos, solamente en las grandes festividades y ejecutadas por un solo cantor. Este principio de alternancia dio origen a los tropos, que eran unas inserciones poéticas, armonizadas, en el curso del canto llano formal de la liturgia. El arte del tropo tuvo una especial significación en Inglaterra, donde se conservan algunos manuscritos que lo testifican. El más famoso de ellos pertenece a la catedral de Winchester Cantatorium y supuestamente escrito a finales del siglo X.
Con el florecimiento de la música a dos partes, los sistemas de notación fueron perfeccionándose. Así, a los manuscritos se les trazaba una línea de color rojo que representaba un FA. Después, se le añadió otra de color amarillo que representaba un DO y, finalmente, el monje benedictino Guido D´Arezzo (995-1050) añadió otras dos más, creando el tetragrama o pauta de cuatro líneas. A Guido D´Arezzo se le debe también, el sistema moderno de solmisación (las notas SOL y MI representan los extremos de un hexacordo.) y el haber dado nombre a las seis primeras notas de la escala – ut, re, mi, fa, sol, la -, basándose en las primeras sílabas de un himno del siglo VIII, dedicado a san Juan Bautista. Curiosamente, no existía una norma generalizada para usar un número exacto de líneas, y en algunos manuscritos se pueden ver pautas de cuatro, cinco, seis y hasta diez líneas. La pauta de cuatro líneas se solía usar para música religiosa, y el pentagrama o pauta de cinco líneas, para la música profana. Ya en el siglo XVI, el pentagrama se impuso como pauta de uso común para toda clase de música.
El siglo XII marca una línea divisoria entre lo que podemos llamar música anónima y música de autor conocido. El trabajo realizado por los dos monjes de Notre Dame de París, conocidos por su apelativo: Leonin (h. 1150) y Perotin (h. 1180), fue la simiente de la gran era de la polifonía, que llegaría a su máximo esplendor en el Renacimiento.
Leonin fue el autor de un libro de ORGANA – en singular organum – para todo el ciclo litúrgico. El organum era un estilo de composición a dos voces en el que a una melodía, considerada principal, se le añadía otra, que normalmente discurría por encima de la primera y contenía gran cantidad de ornamentaciones y floreos vocales. Los organa primitivos se limitaban a combinar una melodía del canto llano- también llamado cantus firmus - con otra, formando cuartas o quintas paralelas. Por lo tanto, la gran innovación de Leonin fue componer melodías originales como cantus firmus y jugar armónicamente con la melodía complementaria, efectuando ésta movimientos libres. También dotó a sus composiciones de una gran flexibilidad rítmica, utilizando valores cortos o largos caprichosamente.
Perotin, al que se le supone alumno de Leonin, fue más allá y amplió el organum a tres y hasta cuatro voces. Pero su más valiosa aportación fue la creación de otro género de composición musical: el CONDUCTUS, que en definitiva, sería el germen del más importante estilo de composición renacentista: el MOTETE. El conductus era una pieza a dos, tres o cuatro voces, cuya función consistía en acompañar la procesión de clérigos desde el altar hasta la entrada del coro de la iglesia. Por esta razón, el ritmo era exactamente igual para todas las voces. Aunque el conductus se componía fundamentalmente para los oficios religiosos, pronto comenzó a usarse este estilo en la música de carácter profano. Una particularidad del conductus era que en su conclusión se solía cantar una frase ornamental, construida a partir de la prolongación de la última sílaba del texto. Esta frase recibía el nombre de cláusula o puncta.
La adición de palabras durante el transcurso de las clausulae, con un ritmo y melodía absolutamente libre, dio origen al MOTETE. La diferencia entre el conductus y el motete estriba en que, en el primero el texto y el ritmo eran iguales para todas las partes, creando un principio de verticalismo armónico, mientras que en el segundo, la politextualidad y una rudimentaria forma de contrapunto libre conformaban sus rasgos más definitorios.
En el motete, la melodía principal o cantus fimus se llamaba tenor y era la de más baja altura de sonido. La segunda melodía, más alta que el tenor, se llamaba motetus o duplum, y cuando existía una tercera, se denominaba triplum, soliendo ser ésta la parte más aguda de la pieza. El carácter “sacro” o “profano” del motete lo definía su propio texto, ya que a la música compuesta para la iglesia se le adaptaba un poema amoroso o una cantinela pastoril y se convertía en una canción popular y/o viceversa.
Esta interrelación entre lo “sacro” y lo “profano” sería habitual hasta el final de la época barroca. Algunos de los más hermosos corales compuestos por J. S. Bach tienen su origen en melodías profanas.
En España, este periodo que se inicia en el siglo XII y termina a finales del siglo XIII conocido históricamente como ARS ANTIQUA, tiene sus más grandes ejemplos en el Códice Calixtino de Santiago de Compostela y el Códice de las Huelgas en Burgos.
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